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Los grandes relatos tendrán que esperar

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Sobre «El legado (estratégico de Juan Perón)», de Pino Solanas

Posted by tremalnaik en 4 marzo 2016

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OSCAR TAFFETANI

«El demiurgo dispone que sus  personajes vuelvan a vivir su propia historia y en su espacio cerrado» (Diccionario Oxford)

La falta de testigos incómodos, comenzando por Juan Perón (1895-1974) y siguiendo por Gerardo Vallejo (1942-2007) y Octavio Getino (1935-2012) ha permitido a Pino Solanas disponer con absoluta libertad (cual demiurgo, en su espacio cerrado) de un muy valioso material fílmico documental recogido por el Grupo Cine Liberación en 1971, durante una muy extensa entrevista al fundador del justicialismo que quedó plasmada en las películas «La revolución justicialista» y «Perón: Actualización política y doctrinaria para la toma del poder».

A partir de la ruptura silenciosa (o al menos, no expresada en documentos) del Grupo Cine Liberación, cada uno de sus principales animadores -empezando por Pino Solanas- comenzó a andar un camino personal, inclinándose hacia las vertientes del cine, el documentalismo y la política que entendía más próximas a su deseo y a su pensamiento.

Fue así como conocimos, a la salida de la última dictadura, a un Pino Solanas que se había recreado a sí mismo y había comenzado a desarrollar una nueva imagen cinematográfica. Dos grandes éxitos, hijos de ese cambio, fueron las películas «Tangos: El exilio de Gardel» y «Sur», que dieron gran popularidad y reconocimiento a su autor. Ya no era la visión orgánica, colectiva, de un grupo artístico, sino la visión solitaria, por momentos genial, de un creador llamado Pino Solanas.

El estallido de la revolución neocon en el mundo, expresada en nuestro país por el ascenso y consolidación de Menem y el menemismo (1989-1999), volvió a convocar a Solanas a la política, expresando nuevamente en artículos periodísticos, en entrevistas y en un largo film premonitorio, que no alcanzó el favor del público -«El viaje» 1992- su visión personal, individual, de la Argentina, de su dirigencia y de su gente. Fueron esos tiempos cuando Solanas echó a rodar, con nuevos compañeros de ruta, el Proyecto Sur, formación política que si bien contaba con un claro programa de acción, describió en un cuarto de siglo una trayectoria errática, debido a los sorpresivos golpes de timón y cambios de humor de quien fuera su primer impulsor e inspirador.

La catástrofe anunciada (anunciada por Pino) de diciembre de 2001 lo volvió a llamar a un cine decididamente político («Memoria del saqueo», «La dignidad de los Nadies», etcétera). Y los años que siguieron estuvieron marcados por una combinación de campañas electorales y películas ad hoc: «La Argentina latente», «La próxima estación», «Tierra sublevada: oro impuro», «Tierra sublevada: oro negro», «La guerra del fracking», etcétera (y en ese etcétera inclúyase «El legado», que hoy nos ocupa).

De San Vicente a Puerta de Hierro… y a San Vicente

Que el mismo Perón haya bautizado «17 de Octubre» a su residencia de descanso de San Vicente primero y a su residencia de exilio en Madrid después, quiérase o no, fue parte de un «guión» que un talento como el de Pino Solanas no iba a dejar pasar. Fue verdaderamente buena la idea de recrear en un ámbito tan fiel a los gustos del fundador del peronismo aquellas jugosas entrevistas filmadas en una primavera madrileña de los ’70 por el Grupo Cine Liberación.

Ese «ser en casa» y «ser lejos de casa» que tan buenas cosas ha inspirado a la literatura argentina (pensemos en la dupla Oliveira-Traveler en la «Rayuela de Cortázar) e incluso en el cine de Solanas (Los dos Juanes de «El exilio de Gardel») vuelve a ser productivo en este caso, donde ya la distancia no es sólo geográfica, sino temporal y espititual. La voz de Perón, en «El legado», surgiendo desde un sillón vacío que alguna vez lo contuvo, y dirigiéndose a uno de los que alguna vez -casi medio siglo atrás- fueran sus interlocutores, es un momento de particular intensidad.

Todo lo demás (permítasenos la hipérbole) es mentira. Buena mentira desde el punto de vista del arte cinematográfico; aunque mala desde la política: un anacrónico grabador de periodista de los ’80 reproduciendo la voz digitalizada del Líder, por ejemplo; o montajes y collages imposibles, hechos ya no en una moviola de los Estudios Alex, sino en una isla digital de segunda generación, por señalar otro caso.

Sin embargo, el recurso ficcional que no nos parece muy legítimo -cuando hablamos de documentar la historia- es decir, como hace Solanas al tratar de explicar por qué Perón había elegido finalmente, como secretario privado, a José López Rega, que el anciano líder lo llevó a Solanas aparte, lejos de los micrófonos, a la sombra de los árboles de Puerta de Hierro, para confiarle que dado que estaba siendo espiado por todos los servicios de Inteligencia del planeta, él había optado por trabajar con las personas que el destino había puesto a su lado, conociendo sus mañas y limitaciones… (sin comentarios).

En «El legado…» Pino Solanas reescribe cual demiurgo, en un espacio cerrado y sin contradicciones, con un sobreactuado didactismo (que por momentos compite con la visita guiada al museo de San Vicente), la historia reciente argentina.

Muchos de los protagonistas y testigos de esa historia ya han muerto. Otros tantos, aunque vivos, no fueron convocados para esta película. Y quienes aparecen como interlocutores del narrador (o sea, de Pino Solanas), no son interlocutores, sino atentos oyentes. Alumnos, podría decirse.

No hace falta marcar, ya que esto es una simple reseña crítica, las omisiones, las elipsis y los silencios de Solanas al construir su relato de la última historia argentina, de 1971 hasta hoy. Cada mención y cada imagen, con el corte, el encuadre y la duración elegidos, responden a un propósito publicitario, más que propagandístico en el buen sentido.

Muchos aspiraron y aspiran aún, en nuestro país, a convertirse en los herederos de Perón. Es competencia por la posesión -en tiempos de marketing- de una importante marca registrada. Solanas se anticipa desde el cine (un territorio que conoce) a esa batalla y trata de explicitar, como heredero postulante, cuál sería el legado que le pertenece. Buen intento.

A aquel claro mensaje de Perón de que «mi único heredero es el pueblo» lo acompaña la realidad indiscutible de que la historia, la verdadera historia, la construyen los pueblos con innumerables voces, innumerables registros y renovadas lecturas e interpretaciones. Perón y el peronismo entraron sin permiso en la historia grande de la Argentina, y sus últimas melodías y resonancias aún no han sido escuchadas.

El más talentoso creador cinematográfico identificado con el peronismo, a nuestro entender, fue Leonardo Favio. Él realizó sus obras siempre individualmente y desde la más pura subjetividad. Aún así, sus creaciones hablaron y seguirán hablando, en su desmesura, al corazón de todos los argentinos. Solanas también tiene talento, qué duda cabe. Pero en su cabeza eminentemente política, el cine ocupa el lugar de una formidable herramienta al servicio de otros fines. Para Solanas, el cine es un medio. Para Favio, el cine era el fin.

Una paradoja de esta misma historia que acaso pueda ser capturada por algún nuevo documentalista, es que la quinta y la casa de Puerta de Hierro que perteneció a Perón y luego a su viuda Isabelita, fue adquirida por el futbolista Jorge Valdano y por algunos amigos suyos para construir un condominio y un barrio privado, ya lejos de la memoria política argentina y lejos aún de la memoria política española. A esta altura de la soirée, ya no hay fantasmas allí, ni ecos, ni presencias inquietantes.

A la vez, al otro lado del Atántico y no muy lejos de la quinta-museo de San Vicente, en la provincia de Buenos Aires, está la casita sencilla, parcialmente reconstruida, donde un exponente de la «izquierda peronista» (así lo hubiera calificado Solanas en el filme), llamado Rodolfo Walsh, comenzó a escribir un libro sobre caballos, un libro que se extravió, lo mismo que otros papeles, cuando el autor cayó peleando en la calle contra una auténtica tiranía.

No era la primavera madrileña de 1971. Era el otoño porteño de 1977.

 

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